El anuncio que me hizo ser como soy

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Me han encargado una entrada para este blog “sobre lo que quieras”. Al ver mi cara de máxima felicidad, la directiva me ha tenido que puntualizar: Paloma, sobre el sector de la publicidad. Este último apunte es el responsable de que nunca podáis leer mi disertación sobre cómo que no pare de llover me amarga el alma (aun siendo yo de Santander), pero no os preocupéis, me voy a llevar este tema a mi terreno igualmente.

Esta es la historia de cómo dos angelitos de 5 y 7 años se convirtieron en un instante en dos demonias de las salas underground más oscuras de Berlín, por culpa de un anuncio que echaban en la tele en mitad de la emisión de nuestro programa favorito: Punky Brewster.

Mi hermana mayor y yo veníamos de un verano superintenso en el que convencimos a nuestros pobres abuelos para que nos compraran el casete de Los Pitufos Maquineros, y cometieron el grave error de dárnoslo al inicio de las vacaciones de quince días que pasarían con nosotras. Durante los largos viajes en coche de esas vacaciones, no admitimos ni una de las rancheras que tanto le gustaban a mi abuelo, nosotras queríamos cantar a grito pelado desde el asiento de atrás “El techno es guay” (una versión pitufada con base chunda-chunda de American Pie). Pero, al fin y al cabo, y aunque a nuestros abuelos les pareciera un horror, era música “para niños”. Todavía estábamos a salvo.

Los Reyes Magos de ese año (1995) marcaron un antes y un después en cómo las Hermanas Benito consumíamos música, bailábamos e incluso cantábamos (en un inglés macarrónico, hablado tal cual se escucha, sin entender nada, pero viviendo y sintiendo a tope cada sílaba desconocida).

En plena campaña de Navidad, se presentó ante nosotras una pieza audiovisual de tal calibre que a día de hoy sigo sin comprender que no generara su propia categoría en los Oscar: un spot en el que un preso en el corredor de la muerte pide como última voluntad “escuchar el Maquina Total”.

Ese anuncio nos sirvió como punto de partida para teatros (mi hermana al ser la mayor podía elegir siempre si quería ser la presa o la verduga, o incluso la gogó que aparecía luego de fondo; y luego darme a mí el papel que ella considerara que yo me merecía ese día). También cambió el destino de nuestras pobres Barbies, a las que condenábamos a muerte por los más nimios crímenes; y también hizo de las suyas a la hora de redactar nuestra carta conjunta a Los Reyes (todo había que consensuarlo en esta casa, había que compartir).

Mis pobres padres cayeron en la trampa. En nuestra carta a Sus Majestades había algo sencillo y fácil de regalar: un casete. Y escuchar música era algo que podríamos hacer sin estar pegadas a la tele (creo que fuimos las promotoras de la educación libre de pantallas). Parecía el regalo perfecto.

Cuando llegó el día 6 de enero, nuestros padres estaban encantados: nos íbamos juntas “a jugar” a nuestra habitación y no molestábamos mucho. Lo que no sabían es que estábamos bailando como locas, en un pogo de dos, cantando a voz en grito “shut up and sleep with me”. Los niños de los 90 nos beneficiábamos mucho de que nuestros padres no supieran idiomas, la verdad.

Vivimos en una rave de Montjuic constante hasta que el casete empezó a saltar (la vida analógica es muy dura, con Spotify nunca nos hubiera pasado).

Aún ahora en 2025 nos peleamos por quién de las dos tiene en su casa la reliquia que es el casete de Máquina Total 8 en el que por detrás salía el preso electrocutado, y por delante sin electrocutar. ¿Quién quiere la granja de Playmobil pudiendo tener en casa tu propia Berghain?

Nuestra generación también cantó y bailó como loca el hit “hey hey a pelo piqué”, pero esa es una historia para cuando me pidan hacer una segunda entrada en este blog. Y dudo que me lo pidan.

Por Paloma Benito Plaza, Account Manager (texto e imagen).

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